Susana Gómez
Centro de Pensamiento y Teoría Praxis
Este mes de marzo conmemoramos la lucha histórica de las mujeres de la clase proletaria; ese 8 de marzo que sirve para no olvidar nunca el papel decisivo, fundamental e imprescindible de las mujeres en la lucha por la superación del capitalismo y por la emancipación social.
La famosa chispa que tanto tiempo llevaban intentando avivar los y las bolcheviques, la anhelada “Iskra” de Lenin, se prendió precisamente cuando las mujeres del proletariado ruso salieron a las calles el 8 de marzo de 1917 en Petrogrado y convirtieron la celebración del día internacional de la mujer trabajadora en el inicio de la revolución de febrero, precursora de la primera revolución socialista de la historia.
Las proletarias rusas entendieron que la lucha por sus derechos sociales y contra la esclavitud doméstica estaba indisolublemente vinculada a la lucha contra la guerra interimperialista, contra la monarquía y contra la explotación capitalista. Explotación que se manifestaba en la miseria y hambruna de las masas obreras y en la ciudad de Petrogrado, en particular, se agudizó con el cierre de la fábrica Putílov de la que dependía el sustento directo de 36.000 familias proletarias.
Su ejemplo demuestra que ninguna revolución puede triunfar sin incluir no sólo a las mujeres, sino a todas sus reivindicaciones de emancipación e igualdad. Por el contrario, omitir o desatender esas demandas, mantener relaciones sociales que reproduzcan esquemas de dominación o desigualdad al interior de los movimientos sociales y las organizaciones de izquierda significa tirar piedras al propio tejado y sostener una de las bases cardinales sobre las que se asienta el propio sistema capitalista. Como diría la bolchevique Inessa Armand: “Si la liberación de la mujer es impensable sin el comunismo, el comunismo es también impensable sin la liberación de la mujer”. Es decir, no se puede separar la lucha de clases de la lucha por la emancipación de la mujer, sencillamente porque no se puede adelantar eficazmente la lucha de clases, excluyendo las aspiraciones de justicia e igualdad de la mitad de la clase trabajadora.
Y es que no podemos olvidar que el capitalismo se alimenta de todas las relaciones de opresión y desigualdad y que está sumamente interesado en que estas formas se multipliquen al interior del proletariado. Por ejemplo, alentar el racismo y la xenofobia le sirve para -a través de la exclusión- explotar de la forma más feroz a los sectores de clase más vulnerables. Además, logra que parte del proletariado desvíe su lucha contra la clase social que le explota- los capitalistas- y por el contrario crean que sus enemigos son la porción más empobrecida del proletariado como los inmigrantes, indígenas o afros. Así, gracias al racismo el capital golpea la unidad de clase y puede imponer de forma generaliza trabajo barato y con menos derechos. Otro ejemplo lo tenemos con la promoción de los nacionalismos, a través de los cuales justifican las guerras interimperialistas y consigue que el proletariado consienta los recortes en derechos económicos, sociales y políticos que se imponen con la excusa de la guerra.
Igual que el capital se aprovecha y anima el racismo y los nacionalismos, de forma aún más imperativa e imprescindible reproduce y fomenta la dominación sobre la mujer.
Los beneficios que la ideología patriarcal reporta al capital son tan numerosos, que continuamente desde los aparatos ideológicos de la burguesía se intenta disociar la relación entre genero y clase, posicionando una interpretación transhistórica de la opresión de las mujeres, sin conexión alguna con el antagonismo entre capital y trabajo. Y si bien es cierto que la opresión de las mujeres ha sido una constante en la historia, no debemos olvidar que la dominación que sufrimos durante los últimos siglos se da en el marco de unas relaciones capitalistas de producción que se aprovechan de ella, la configuran a su favor y la perpetúan.
Insistimos en lo importante que es no olvidarlo, porque esta relación marca no sólo la lucha contra la opresión de las mujeres, si no también la lucha global contra el capitalismo. Desgraciadamente esa omisión ha estado presente no sólo en muchas vertientes del feminismo- fundamentalmente en las vertientes liberales y postmodernas, pero también en algunas vertientes del feminismo radical- si no igualmente en las diversas organizaciones y partidos de izquierda. Precisamente ese vacío, ese no comprender que reproduciendo el machismo se fortalece el capitalismo, es lo que ahuyenta y aleja a las compañeras más sensibles y conscientes de los problemas que sufren las mujeres, dificultando una verdadera unión proletaria.
Si comprendiéramos que la violencia, la discriminación y la sobreexplotación que sufrimos hoy las mujeres es consecuencia de la articulación de todas las relaciones de opresión y explotación que necesita el capital para su reproducción, dejaríamos de considerarlos problemas personales y privados, y al contrario los comprenderíamos como parte del ataque a la clase proletaria. En ese orden entenderíamos que el “compañero” que oprime a su mujer, que maltrata a su novia, que viola a una mujer- con o sin dinero de por medio-, que acosa a sus compañeras [1], no sólo atenta contra las mujeres, sino contra toda la causa proletaria.
Para entenderlo debemos reflexionar sobre cómo el capitalismo reconfigura a su favor las formas patriarcales heredadas. No se trata de un simple acomodamiento o acople de las relaciones patriarcales anteriores, sino que construye una estructura nueva, adaptable a las necesidades de los ciclos de acumulación. Este pilar del capital es la familia como unidad doméstica individual, que además de ser el espacio de la reproducción de la fuerza de trabajo, se constituye como la unidad básica de consumo capitalista, aspectos en los que está inmerso el forjamiento de la identidad personal y colectiva.
Hay que recordar que en sus inicios parecía que el capitalismo igualaba a hombres y mujeres en sus privaciones. Al haber sido excluidos de los medios de producción, ambos quedaban reducidos a vender la única mercancía que poseían: su fuerza de trabajo. Así, el género parecía disolverse al interior de las clases sociales, al menos para el proletariado. Marx y Engels aplaudieron esta potencialidad, que se acrecentaba con el desarrollo de la maquinaria, al nivelar las condiciones físicas de trabajo y los intereses del proletariado. La sociedad capitalista tendía pues a simplificar todos los antagonismos en dos grandes campos enemigos: la burguesía y el proletariado; a la vez que “echaba por tierra todas las instituciones feudales, patriarcales e idílicas”, entre ellas y sobretodo la familia. Los legisladores burgueses coincidían: «una mujer que se convierte en trabajadora ya no es una mujer». Así pues, tanto en el optimismo de los socialistas, como en la preocupación de la burguesía, parecía que la clase social se estaba engullendo al género: las mujeres se convertirían en proletarias y desaparecería como mujeres -esto es como seres dependientes y subordinados-.
Pero indudablemente los capitalistas no podían dejar que tambalease la institución familiar patriarcal –más concretamente heteropatriarcal-, ya que era el lugar donde se reproducía esa mercancía sin la cual ellos no eran nada. Tampoco podían dejar que fuera desapareciendo la mujer, en tanto sujeto dominado y sumiso. El demonio de la disolución de la familia que ellos mismos habían conjurado colocaba al capital en un serio aprieto, ya que éste necesitaba a la mujer no sólo como proletaria -como vendedora de su fuerza de trabajo-, sino también como garante de la reproducción física de la clase proletaria.
Obviamente, el proceso de reproducción material de esa mercancía especial- la fuerza de trabajo- depende tanto de la reproducción biológica -por lo que su primera fase inicia dentro del cuerpo de las mujeres-, como de su reproducción diaria y generacional. Y el capital, que controla y ordena todo el proceso social de producción, en absoluto podía dejar de controlar y ordenar esas etapas.
Pensar que la familia es una figura transhistórica y desconocer cómo es reconstruida y transformada por el capital es un error grave. Por supuesto, que el control sobre la capacidad reproductiva de las mujeres ha sido también una constante en todas las sociedades anteriores. Sin embargo, la característica del periodo capitalista -en consonancia con el incremento de la división social del trabajo a nivel global- es la marcada separación entre el hogar- como lugar de reproducción de la fuerza de trabajo- y el trabajo – entendido como el proceso mediante el cual el capital se valoriza a través de la utilización de la fuerza de trabajo. El hogar venía a quedar como el taller de “fabricar, criar y almacenar” proletarios y proletarias disciplinadas, y el trabajo como el espacio donde estos se utilizaban para acumular capital. De esa manera, ambos espacios –el hogar y trabajo- quedan configurados y controlados a través del salario, del mercado y de las leyes laborales.
Para ello, el capitalismo se aprovechó de la ideología misógina y patriarcal previa y, a través del látigo disciplinador del salario -esto es, pagando a las mujeres la mitad de lo que ganaban los hombres-, las convirtió en una subclase del proletariado. Hasta en las numerosas ocasiones en que el salario era “a destajo”, a las mujeres se les retribuía mucho menos por la misma cantidad de producción.
Al devaluar el trabajo femenino por el sólo hecho de ser mujer, el capital lograba extraer el doble de plusvalor de las mujeres- sin ni siquiera salir de la fábrica y entrar en la casa, ya las mujeres eran “explotadas el doble”- pero sobretodo posicionaba al varón como sostenedor de la familia y a la mujer como trabajadora contingente, subordinada a una prioridad maternal y a la esclavitud doméstica. Así conseguía romper la cohesión de la clase proletaria, ahondar la dependencia económica de las mujeres y condicionar su entrada y salida del mercado laboral a las necesidades de los ciclos de acumulación del capital, convirtiéndolas en la parte más numerosa, menos visible y más desarticulada del “ejercito reserva del capital”.
En un círculo vicioso, esa misma dependencia que se inducía con los bajos salarios era usada de justificación para pagarlas menos, al aducir que no tenían tanta necesidad de dinero porque las mantenía el marido. Toda una burla por cierto, cuando en un porcentaje muy alto el sostenimiento de las familias dependía de los exiguos ingresos de los miembros femeninos de la familia y de los menores, porque tanto el padre como los hijos mayores se gastaban en trago buena parte de sus salarios.
El caso era que la ideología burguesa se asentaba triunfante sobre las tradiciones misóginas precedentes y pasaba a presidir la mesa – y la cama [2]- de todos los hogares proletarios. Las mujeres –madres e hijas- trabajaban las mismas horas que los hombres en la fábrica, pero al recibir un salario más bajo, se les suponía la obligación de compensar su menor aporte monetario, soportando toda la carga de las tareas domésticas. De esa forma terminaban con dos jornadas de trabajo, la primera mal pagada y la segunda directamente no retribuida. Ambas jornadas contribuirían a incrementar las ganancias del capital.
Como todos y todas sabemos, en el capitalismo el proletariado vale lo que vale como mercancía. Entonces, si el capitalista dictamina que la mercancía fuerza de trabajo femenina vale la mitad que la masculina- como hizo desde sus inicios- automáticamente el valor social de las mujeres queda reducido a la mitad que el de los hombres. Y esto en principio no es una cuestión moral o cultural, es una cuestión material impuesta por la lógica tiránica del capital. Así las cosas, como las mujeres valen la mitad para el capital, también terminan valiendo la mitad para el resto de la sociedad, es decir para los proletarios e incluso para ellas mismas.
Una vez reducidas las proletarias a una subclase con menor valor social, el capital pudo ir colocando sin problema -muchas veces con el apoyo de los sindicatos- legislaciones laborales que imponían un modelo de sumisión matrimonial, que implicaba la necesidad de la autorización marital para celebrar contratos, y además otorgaban al marido la potestad para administrar los salarios de ambos. Cuando llegaron las crisis en la segunda mitad del XIX, los capitalistas comenzaron a promulgar leyes que prohibían el trabajo remunerado de las casadas, y voilà, una parte importante del proletariado sobrante quedó encerrado y aislado en cada casa, de tal modo que el problema del desempleo dejaba de ser tan problemático.
De esta forma, las legislaciones laborales burguesas convirtieron al marido en el administrador de la fuerza de trabajo de su mujer y sus hijos e hijas-. Lo que antes se intentaba consolidar con la fuerza bruta, se consiguió de forma mucho más racional e infalible con las leyes capitalistas. El hecho de aportar un salario mayor y de ser el administrador de los ingresos familiares -ambas decisiones del capital - consolidaron al hombre como “jefe del hogar” y a la mujer como su sirvienta.
Claro que por encima de la sirvienta y del jefe –o jefecillo- estaba el capital. El diminutivo no mitiga la brutalidad y tiranía con la que el marido gobernaba su pequeño taller de “carne humana para el capital”, -donde él no dejaba de ser a la vez capataz y producto-, si no que hace referencia al poco poder real que tenía el proletario frente al conjunto de las relaciones sociales, incluidas las que se daban al interior de la familia.
Las consecuencias de toda esta reconstrucción de las relaciones patriarcales para readecuarlas a las necesidades del capital están plenamente vigentes hoy en día.
Las mujeres seguimos siendo la parte más castigada del proletariado, las que cobramos menos, las que sufrimos más el desempleo, el acoso sexual, la informalidad y los ajustes de las crisis, las que en mayor proporción se nos relega a los puestos de trabajo más ingratos y peor remunerados. Seguimos llevando la carga de la doble jornada de trabajo en el hogar, ese espacio que continúa siendo el lugar donde se reproduce la dominación y la violencia contra la mujer, donde se cometen además la mayoría de las expresiones de violencia – violaciones y feminicidios incluidos-.
El sistema capitalista sigue condenando a las mujeres más desprotegidas a la prostitución y empujándolas a alquilar sus vientres, todo ello favorecido por el cada vez más palpable interés de las grandes corporaciones en controlar estos mercados y de los Estados de favorecerlo. Para este fin, el negocio proxeneta junto al capital del sector turístico subvenciona películas, series e “investigaciones” posicionando que la prostitución es un trabajo como otro cualquiera y hasta nos “empodera”. Si la prostitución empoderara a las mujeres, hace más de 10.000 años que se habría acabado la dominación de la mujer. Pero no, la realidad es que la prostitución es una de las formas más violentas de explotación económica, social y sexual. No es ni más, ni menos que otra manifestación de la violencia sexual que no queda atenuada porque se deje un billete después de perpetrarla.
Por estas razones, porque el capitalismo continúa manteniendo y reproduciendo nuestra opresión, porque además ésta se agudiza en las crisis, porque es imposible alcanzar cualquier tipo de igualdad y emancipación en un sistema socio-productivo basado en la desigualdad y en la opresión, es por lo que las mujeres también debemos orientar nuestra lucha hacia la disputa global contra el capital.
Pero también, por la sencilla razón de que sin apoyar la emancipación de las mujeres no se puede ganar la lucha contra el capital, se hace comprensible que una real conciencia de clase no puede existir si se deja por fuera a la mitad de la clase. En consecuencia, los compañeros deben asimilar la necesidad de abandonar y superar todas las relaciones, prácticas y actitudes machistas y asumir que la lucha por la emancipación de la mujer es esencial en la lucha contra el capital y, por tanto, también es una tarea de ellos.
En síntesis, el proceso organizativo hacia una sociedad socialista tiene pendientes unos cambios de concepciones, prácticas y relaciones que son inaplazables y se tienen que empezar a construir desde ya, proyectándose hacia una forma de organización social donde no sólo se superen las clases sociales y la explotación, sino todas las formas de dominación, opresión y marginación.
1. Se debería reflexionar por qué cuando un hombre lanza un piropo a una mujer que va acompañada de otro hombre éste lo recibe como un “puñetazo” y lo responde con los puños, pero cuando el piropo se lo lanzan a una mujer sola, si está se queja y se manifiesta violentada se la tacha de exagerada, de sacar las cosas de contexto y hasta de querer sembrar cizaña. En realidad detrás de estas actitudes sigue reproduciéndose la idea de que si una mujer no es propiedad de un hombre, entonces es propiedad potencial del resto de colectivo de hombres.
2. Cierta liberalidad sexual que las obreras se había arrogado en los inicios de la revolución industrial quedará retrotraída y la sexualidad será condicionada a ese “derecho marital” que el hombre se gana por aportar el salario. La sexualidad queda reducida a otra obligación domésticas más, donde sólo cuenta el goce del marido y el beneficio diferido del capital.
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