Por: Edgar Fernández
Las noticias de estos días han dejado salir a flote la agudización de la tremenda crisis sociopolítica que arrastra nuestro país. Ejemplo de ello es que, según la encuesta de Invamer, el 85% de la población cree que las cosas van mal o están empeorando, opinión que tuvo un pico del 90% en medio del paro más largo y duro que haya vivido el país, el de abril de 2021. Por eso, ante el contexto de desempleo, pobreza, hambre y recrudecida violencia, va ganando terreno el planteamiento respecto a la necesidad de acometer serias y profundas transformaciones estructurales, que democratizando las condiciones económicas, democraticen la vida política en el país.
Valga recordar que en repetidas ocasiones el país se ha enfrentado a la agudización a esta crisis y en medio de ellas rebrota la urgencia por construir alternativas de salida. También, que las salidas impuestas hasta ahora solamente han garantizado el fracaso y degradado más las condiciones de vida. Es por esto que frente a tal reconocimiento, hay que ir encarando necesariamente tres preguntas sobre las transformaciones por desarrollar ¿qué es o que se debe cambiar?, ¿en qué dirección?, y ¿cómo implementar los posibles cambios?
En circunstancias como esta, lo esperable sería que los candidatos políticos se viesen interpelados a resolverlas, al menos en su discurso. Desafortunadamente, esto no es lo que viene prevaleciendo en la mayoría de las intervenciones públicas, donde pesa más la tendencia al show, al escándalo farandulero, a la novelería y a la pose.
Para ilustrar el show se puede mencionar cómo el precandidato Alejandro Gaviria, un académico y exministro que posa de serio, ante el cuestionamiento por su uso de disfraces en su campaña afirma que una parte de la política es un espectáculo de masas [1], sin mencionar cómo la mayoría de los candidatos han cambiado propuestas por bailes virales de TikTok.
A pesar de esto, algunos de los precandidatos asumen que la dimensión de la crisis exige salidas de fondo. Pero dado este paso, vuelve a primar ese viejo estilo caudillesco de hacer política, y por eso buscan venderse como el sujeto pilo que conoce y entiende al país y, por sobre todo, que porta en su bolsillo la fórmula mágica para lograr su desencantamiento. Al proceder así, repiten el mismo trillado camino que una y otra vez ha impedido abordar las rutas alternativas que permitan entrar a superar realmente los problemas.
En síntesis, quedan presos del esquema dicotómico mediante el cual se reduce al pueblo colombiano a objeto de su política. Sin profundizar, y en primera instancia, ese enfoque se puede asociar a la separación formal entre estado y sociedad civil, que a su vez encuadra con la lógica jerárquica de los que saben de política y los que deben ser únicamente objeto de ella. Por esa vía se produce una división funcional entre gobernantes pilos, que se la saben, y gobernados que como rebaño deben ser meramente conducidos.
Partamos entonces por afirmar que ese esquema conduce, con mucha frecuencia, a soslayar, si no a ocultar, las causas de la crisis del país. Por ejemplo, se imponen los discursos que reducen la crisis al avance de las mafias y la corrupción en el país, pero con más peso en las regiones. Base sobre la cual se desatarían guerras entre jefes locales que afanados por su enriquecimiento alientan actividades ilícitas, manipulan y someten a los habitantes, roban tierras, depredan el ambiente, y desestabilizan las instituciones. Por tanto, la crisis únicamente sería un asunto moral que cubre a unos cuantos jefecillos codiciosos que azotan las zonas que dominan. No obstante, las estadísticas, pero sobre todo las realidades inmediatas y sufridas, dejan ver claramente que los problemas de hambre y violencia se extienden a toda la población proletaria del país, situación de la que el estallido social del pasado abril ya no deja dudas.
Otros análisis suelen centrarse en el problema de la corrupción, debido a que reduce la eficacia de las instituciones, y así no hay plata que alcance para atender las demandas sociales. En forma cierta la industria de la corrupción es un elemento central que permite la interrelación de las mafias con el poder nacional, e implica una afectación de hasta 50 billones anuales al presupuesto nacional, monto con el que se podría financiar cada año diez veces la primera línea del metro de Bogotá, o tres proyectos del tamaño de Hidroituango. Sin embargo, se pierde de vista que la industria de la corrupción se ve facilitada por el esquema político que dicotomiza la sociedad, porque ordena que los profesionales de la política se especializan en su tarea (en este caso robar y someter), y a la vez impide que los trabajadores del país ejerzan un control a tiempo, sistemático y efectivo sobre los recursos públicos.
La crisis no se puede reducir al fracaso o implementación del modelo neoliberal, como lo plantea J. Robledo, y algunos otros en la izquierda. Tal planteamiento olvida que la más importante ola de protestas en el país se sucedió en el segundo quinquenio de los ochenta; entre las cuales la rebelión chocoana de 1988 es un ejemplo, porque el desespero y la represión militar empujaron a que su población se reclamara parte de Panamá. Es decir, en los años ochenta el capital ya tenía serios problemas para valorizarse y en consecuencia el país ya presentaba problemas de fondo, y estos únicamente fueron profundizados con la errática salida que logró imponer el gran capital a inicios de los noventa.
Tampoco se puede limitar a la emergencia del régimen de Uribe, porque ya desde 1989 se habían intensificado las masacres para ahogar ola de protestas de los ochenta. El paramilitarismo actual fue tolerado, cuando no alentado y legalizado por todos los gobiernos a partir de Turbay (1978-1982). Sin embargo, en 2002 la gran burguesía rural y urbana, en directa complicidad con el gobierno de los EEUU, impusieron la salida del tipo héroe salvador de la patria. Fue así que elevaron a Uribe al rango de autócrata violento, para acabar en dos años la guerra con más guerra. Tamaña terquedad la castigó la historia convirtiendo al autócrata violento en bufón de plaza pública, mientras el país ha tenido que pagar su error con el recrudecimiento de la corrupción, las mafias, el desempleo y el hambre, así como con cierta degradación de la misma guerra.
Incluso se yerra al argumentar que el país se jodió cuando mataron a Gaitán, en abril de 1948. Por entonces los problemas ya eran de fondo porque con la ley de reforma agraria de 1936 y el Código laboral de 1944 se consolidó la perspectiva elitista de acelerar la concentración de activos a favor del gran capital, y frente a tal problemática el político liberal asumió el papel clásico de adalid de los sectores populares. Fue así que al asesinarlo se buscó lo mismo que hoy procura el capital con su ejército paramilitar, desbaratar y acallar la más primaria y central de todas las exigencias históricas el pueblo colombiano.
Para entender esa exigencia, hay que recordar que los campesinos, artesanos y proletarios hace justo un siglo lograron ponerse en pie mediante una ola de protestas, huelgas y movilizaciones. Así, protestas que como las del paro del año pasado no son efecto de la vagancia, como lo asume la clase social a la que pertenece la señora Cabal, y que son atendidas a punta de represión, cómo pasó con los cerca de setenta asesinados y más cerca de trescientos jóvenes judicializados de 2021, o como sucedió en noviembre de 1928 en las Bananeras. Por el contrario, esas protestas expresaron claramente lo que se lleva un siglo repitiendo: no hay salida posible sin nuestra participación activa y directa porque esto es un problema estructural, profundo y complejo que involucra y atañe a todos y todas en el país. El desconocer, burlar o tratar de aplastar este principio básico ha conllevado la repetición de los mismos errores, pero al costo profundizarlos y hacer que la guerra social sea más descarnada y cruel.
Así, bajo las actuales condiciones, la solución a las tres preguntas antes formuladas parte del hecho primario de asumir que el proletariado, el campesinado y lo demás sectores de la clase popular se componen de sujetos capacitados para asumir las riendas y el control social de lo que se hace y se es en cuanto sociedad. Al respecto, hay quienes bonachonamente enseñan que “a la gente no hay que darle el pescado, sino enseñarla a pescar”, principio al que se le debe agregar que para hacerlo también se necesitan anzuelos, y por sobre todo el lugar donde públicamente se pueda pescar. Es decir, para recoger más pescado y que alcance para todos, hay que hacer de todos y todas- es decir, socializar- no solamente el conocimiento, sino también el lago, los instrumentos y las decisiones de cómo organizar colectivamente la actividad. Por tanto, antes que ayuditas líchigas que reproducen la miseria, lo que se requiere es logar una disposición pública de los recursos fundamentales para producir, para con ellos y desde ellos activar y potenciar al máximo la participación directa de todos en el país, lo que pasa por una transformación del proceso de político que actualmente descansa en la “representación” y deja de lado la participación permanente y activa.
Es precisamente esta la dirección y salida que se propone con la formulación de una Economía de Fondos Públicos. Tal formulación no únicamente especifica la necesidad de recuperar recursos cuyo origen es público, pero que en forma impropia están en manos de los grandes capitalistas, señalando las fuentes con las cuales se puede crear un Fondo de Inversión Pública que permita apalancar los grades proyectos de empresas públicas mediante las cuales se empuje decididamente la transformación en las condiciones productivas. La iniciativa de la Economía de Fondos Públicos va más allá porque asume como fuerza central a la gestión popular entendida como el método que faculta a la clase popular para agenciar la ciencia y la técnica, los medios de producción y por sobre todo acceder a los mecanismos sociales mediante los cuales se decide cómo y para qué se hacen las cosas en el país.
Por eso el diferencial fundamental de la Economía de Fondos Públicos estriba en que busca movilizar e impulsar el mayor motor de desarrollo con que cuenta el país, que es la acción organizada de su población, en especial la trabajadora. Bajo esta lógica, el papel del caudillo se relativiza al punto que deja de ser necesario, y de esa manera se derrumban las barreras entre los que deciden en espacios como el Congreso o en un Consejo de Ministros, y los que simplemente reciben órdenes. Siendo así, uno de los criterios a tener en cuenta para valorar si una propuesta política quiere o no transformar decididamente al país, reside en qué se está haciendo y proponiendo para integrar a toda la población, en fuertes movimientos sociales a fin de que ganen mayor capacidad de acción y decisión real sobre sus vidas.
En síntesis, debido a que la Economía de Fondos Públicos descansa en la gestión popular permite que la salida alternativa a la crisis pase por la superación de las raíces del gobierno autocrático del capital, ejercicio de poder que tiene su origen al interior de los procesos productivos dónde el proletario es reducido a cosa del capital y sobre ellos autoritariamente manda el patrón. Esta condición se reproduce en el espacio de la política y, en medio del proceso político, permite reducir a las personas, en cuanto ciudadanos, a objetos de la “clase política”. Es ese viejo esquema el que debe ser superado y al que se ha enfrentado el pueblo colombiano durante un siglo, planteándole una y otra vez la necesidad de una democracia permanente, popular y constituyente, en medio de la cual todas las personas se tornan sujetas y sujetos capacitados de vivir y asumir el control social de sus propias vidas y destinos.
[1] Intervención radial en el programa Hora 20, de Caracol, el día 16-02-2022.
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